El día que mataron a Eliseo Cacho

Imagen generada con inteligencia artificial, utilizada solo con fines ilustrativos. Puede contener elementos históricamente inexactos.

Redacción El Caldense

Manizales, Caldas

Adaptación del libro Aranzazu: su historia y sus valores de José Miguel Alzate.

Llegó a Aranzazu en un miércoles de feria, venido del norte del Valle. Su nombre era Eliseo Gómez Quiceno, pero nadie lo llamó así: el pueblo lo bautizó para siempre como “Eliseo Cacho”. De mediana estatura, rostro marcado por cicatrices y un ojo caído que le daba aire sombrío, imponía respeto apenas cruzaba una puerta. Caminaba pesado, hablaba atropellado y, aunque de vez en cuando era cordial, la mayor parte del tiempo se mostraba brusco y pendenciero.

Se instaló primero en la vereda La Honda y más tarde en el pueblo, cerca al hospital y después a pocos metros de la plaza. Siempre vestido de paño oscuro y camisa clara, con corbata los domingos, se volvió un personaje temido en los cafés, donde su presencia bastaba para vaciar las mesas. Cuando levantaba la voz, alguien murmuraba: “Cacho va a montar camorra”. Y la trifulca era inevitable.

En sus riñas, los cuchillos brillaban y los machetes se cruzaban ante la mirada atónita de los curiosos. No pasaba domingo sin que dejara heridos o sumara enemigos. De esas refriegas quedaron las cicatrices que endurecieron aún más su rostro. La violencia era su sombra y con ella cargó hasta el final.

Su mayor enfrentamiento lo tuvo con Gonzaga Vásquez Giraldo, apodado “Tortilla”. Los dos habían chocado por asuntos de linderos en la vereda Muelas y desde entonces se guardaban un odio que parecía escrito en piedra. Una vez, cuentan, Gonzaga debió trepar a un naranjo para salvarse del machete de Cacho, y pasó la noche entera en las ramas, temiendo que lo atacara al bajar.

Ese rencor explotó el 16 de diciembre de 1967. Era sábado, la tarde había sido soleada, y Eliseo Cacho bebía desde temprano en el café de Ricardo Giraldo, en plena plaza. Vestía saco y pantalón azul oscuro, camisa de rayas, y desafiaba con insultos a su enemigo. Gonzaga, que jugaba cartas en una garita del mismo negocio, intentó evitarlo, pero no pudo más. Esa noche tomó un cuchillo de la cocina del restaurante contiguo, lo escondió en su ruana y descargó sobre Eliseo diecisiete puñaladas. La primera al corazón, las demás por todo el pecho. El temido Cacho cayó sin alcanzar a defenderse.

La noticia corrió como pólvora: “¡Mataron a Eliseo Cacho!”. El médico Hernando Palomino confirmó que había muerto por anemia aguda, y el pueblo entendió que asistía al fin de una historia que parecía inevitable. La justicia absolvió a Gonzaga dos meses después, alegando “legítima defensa subjetiva”.

Pero la muerte no cerró la leyenda. Al contrario, la alimentó. Choferes decían verlo en los caminos entre La Honda y Varsovia, vestido con el hábito de la Virgen del Carmen o rodando sin cabeza en mitad de la carretera. Otros juraban que se aparecía montado en un caballo, arrastrando cadenas que resonaban en la madrugada. Incluso, contaban que de su antigua casa en Carangal salía un perro negro que lanzaba llamas por la boca. Historias de miedo que, ciertas o no, fijaron en la memoria colectiva la imagen de un hombre que sembró terror en vida y siguió rondando al pueblo después de muerto.

Artículo Anterior Artículo Siguiente