José Miguel Alzate
Manizales, Caldas
Pedro Martínez ingresó a la vivienda que acababa de tomar en arriendo sin sospechar que al avanzar por el corredor de madera desgastada que conducía al comedor iba a descubrir algo que le alegraría la vida por unos minutos. Cuando el señor García, un gigantón que cubría su cuerpo con una extraña manta de lana, le entregó las llaves, lo hizo convencido de que su nuevo arrendatario no alcanzaría a vivir un mes en esa casa de portón pintado de rojo. Las experiencias que había tenido con otras personas que aceptaron habitar esa vivienda de paredes desconchadas sin saber con qué sorpresa se encontrarían lo llevaba a pensar que en esta oportunidad le ocurriría lo mismo. Pero no fue así. Se dio cuenta al mes siguiente cuando, al ir a cobrarle el arriendo, Pedro Martínez le abrió la puerta sonriendo.
– ¿Cómo está, don Atanasio? – le preguntó observando su rostro.
– “Bien, señor Martínez. ¿Y usted?” – le respondió, asombrado, el viejo. Llevaba encima la misma manta de lana que tenía puesta el día que le entregó las llaves.
– Ahí, señor, pasándola – contestó el arrendatario. Cubría sus ojos con unas gafas oscuras que le daban una apariencia misteriosa.
– Me imagino que viene por lo del arriendo – le preguntó Martínez quitándose las gafas.
– Claro. Ayer se le cumplió – repuso don Atanasio llevándose la mano derecha al mentón.
– Espéreme un tantico, ya se la traigo – dijo Martínez, y poniéndose las gafas de nuevo se dirigió hasta la pieza donde dormía para sacar el dinero de un cajón que tenía debajo de la cama.
Mientras esperaba, parado en la puerta, el regreso de Pedro Martínez con la plata, el señor García se puso a pensar en las extrañas circunstancias en que vivía su arrendatario. Recordó que durante los tres días en que estuvo negociando con él para alquilarle la casa nunca lo vio tapándose los ojos con unas gafas oscuras, ni mucho menos tan sonriente como lo veía ahora. ¿Será que no ha descubierto la puerta rosada que hay en el comedor, cubierta con una cortina de tela floreada?, se preguntó mientras observaba un perro que, en la calle, se comía un pedazo de carne que acababa de encontrarse en una caneca de la basura. El mismo se respondió que no le había advertido que en ese sitio de la casa había una puerta rosada que por ningún motivo podía abrir. Entendió entonces que si se veía tan feliz viviendo allí era porque todavía no había descubierto lo que él escondía detrás de esa puerta que ocultaba con una cortina de tela floreada. Se tranquilizó cuando el hombre apareció y, llamándolo porque estaba entretenido mirando un gato que trataba de cazar un ratón en la acera de enfrente, le dijo después de entregarle los trescientos mil pesos del arriendo:
– Aquí tiene su platica, don Atanasio. Luego agregó – Discúlpeme que no lo atienda como se lo merece, pero es que estoy ocupado haciendo unos trabajos que debo entregar mañana.
– No se preocupe, amigo. Yo entiendo que usted es responsable, y les cumple a quienes lo contratan para que les haga algún trabajo – respondió el viejo guardando el dinero dentro de la camisa. Para hacerlo, tuvo que subirse la manta de lana hasta el cuello y desabotonarse. Luego, mirándolo fijo a los ojos, le preguntó – ¿Usted qué es lo que hace?
– Usted se va a aterrar, don Atanasio. Hago lo que no hace todo el mundo. Leo la pavesa del cigarrillo, predigo el futuro, analizo las líneas de las manos, hago regresar a la persona amada, arreglo matrimonios desbaratados, mejoro la suerte y ayudo a que la mujer fea a quien un hombre nunca mira se enamore de ella.
Atanasio García no podía creer lo que Pedro Martínez le decía. Sin embargo, no le extrañaba lo que hacía. Pensaba, para sus adentros, que una persona tan descuidada en su presentación personal, sin atractivo físico, de constitución tan delgada y con el pelo largo, la cara sin afeitar y mal vestida no podía convencer a nadie. Se lo dijo a su esposa Eufemia cuando llegó a la casa. Ella, que sabía el misterio que había detrás de la puerta rosada del comedor, alcanzó a advertirle: “Ese tipo descubrió que lo que hay allí le sirve para esos trabajos”. Don Atanasio entendió entonces la gravedad del asunto. Pero no se preocupó. Al contrario, vio con buenos ojos que alguien le sacara frutos a lo que él había acumulado durante tantos años de haberse dedicado a hacer lo mismo.
– Pues el otro mes, cuando vaya a cobrarle el arriendo, le voy a decir que debe compartir conmigo sus ganancias por utilizar algo que es mío – dijo el viejo recordando esos tiempos en que se dedicaba a la quiromancia.
– Claro, mijo – argumentó doña Eufemia – Ese fue el problema con los anteriores arrendatarios. Usted nunca les permitió abrir esa puerta. Esa prohibición los llevó a querer saber qué se ocultaba allí. Pero como al nuevo inquilino de esa casa usted no le advirtió nada, él descubrió que le servía para ganar plata. Y ahí lo tiene, contento viviendo allí, porque se encontró una mina.
– Sí, mija, tiene razón – respondió don Atanasio tocándole el cabello ya blanco a su esposa – Debe estar usando la bola de cristal que yo usaba para predecirle el futuro a la gente.
– No solo eso – dijo doña Eufemia – debe estar haciendo espiritismo en la pieza de enseguida, donde se le aparecían a usted los muertos para que hablaran con sus seres queridos.
Pedro Martínez cerró la puerta roja de la calle después de entregarle al propietario de la vivienda el valor del arriendo. Como temía que don Atanasio le preguntara de dónde había sacado la plata para pagarle, se despidió antes de que avanzara en su interrogatorio. Le dijo adiós dándole la mano, y se fue para el comedor, no a almorzar porque su esposa había salido, sino a abrir la puerta rosada que tantas sorpresas le trajo cuando la descubrió. Avanzó a paso lento por el corredor, mirando los pájaros que llegaban a tomar agua en un estanque vecino, observando las mariposas que revoloteaban cerca al jardín, admirando un papagayo que en la casa contigua desplegaba su plumaje y viendo las palomas posarse sobre el techo de la iglesia, que desde allí alcanzaba a divisarse. Escuchó, de pronto, que tocaban la puerta. Se devolvió para saber quién lo hacía, y se encontró con su mujer que regresaba vestida con una falda azul de bordes dorados. Le preguntó de dónde la había sacado, y la respuesta lo dejó sorprendido.
– De un baúl misterioso que encontré en esa pieza a donde usted no me deja entrar, la que tiene una puerta rosada cubierta con una cortina de tela floreada.
– ¿Por qué se metió allá contraviniendo mis órdenes? – le preguntó Martínez en tono airado.
– Quería saber qué es lo que hace usted allá cuando se encierra con la gente que viene a preguntarlo – respondió ella sin demostrarle miedo.
Pedro Martínez le confesó que tomó en arriendo esa vivienda porque sabía que allí había funcionado un centro de cosas esotéricas, y él tenía conocimientos sobre eso. “Era una oportunidad para ganarme una platica”, le dijo, argumentando que le había aprendido a leer las líneas de la mano y la pavesa del cigarrillo a una gitana que conoció en un pueblo cercano. “¿Por qué no me lo dijo con franqueza?”, le reprochó la mujer. “Porque usted no ha creído en esas cosas”, contestó el hombre. La esposa, que era una mujer humilde, sin belleza física ni estudios, enseñada a vivir en la pobreza, le dijo que quería saber qué más había detrás de esa puerta rosada. Entonces la invitó a entrar. Abrió la puerta con cuidado, como tratando de no hacer ruido, y la sorpresa de ella fue grande cuando vio, sobre una repisa de madera, iluminada con una luz que llegaba de lo alto, la figura de una diosa coronada con una diadema que brillaba en su cabeza. Se acercó a ella y, al mirarla a los ojos, vio que una luz verde iluminó de pronto una pieza contigua.
Pedro Martínez no podía creer lo que veía. Con asombro, tomados de la mano, entraron a ese espacio que él nunca había visto. De repente, escucharon una voz que les dijo: “Están en el cuarto de los misterios. Todo lo que aquí oigan o vean, no podrán contárselo a nadie. Soy la voz de la esperanza, la portadora de sueños, la dadora de fortuna, la que combate la tristeza, la que brinda alegría, la luz que de aquí en adelante iluminará sus caminos”. De pronto, la voz que les hablaba se calló. Sorprendida, doña Eufemia se tiró al suelo. Cuando su marido trató de ayudarla a levantarse, vio que había en sus ojos un brillo extraño. Mientras la alzaba del suelo, la vio convertirse en una mujer hermosa, vestida de princesa, con joyas adornando su pecho. Sorpresivamente, las luces se apagaron por unos minutos. Cuando se encendieron de nuevo, Pedro y Eufemia se vieron en un terreno sembrado de astromelias, vestidos de reyes, montados en hermosos corceles. Parecía que estuvieran en un paraíso. Alegres por lo que estaban viviendo, se abrazaron. Se veían como reyes impresionados ante tanta belleza. Veinte minutos más tarde el embrujo terminó. Entonces volvieron a la realidad. La magia del momento desapareció, y volvieron a ser la pareja humilde que habitaba una vieja casa construida en bahareque, de paredes desconchadas y pisos de madera en mal estado.
– Ahora sí descubrimos el misterio de la puerta rosada – dijo, sonriendo, Eufemia.
– Hemos comprendido que ese misterio se reduce a hacer realidad un sueño durante varios minutos – expresó Martínez tomándole la mano.
– Parece que quienes llegaron a vivir a esta casa primero que nosotros no descubrieron este hechizo – dijo ella, feliz por haber vivido ese momento.
– Seguro que los asustó lo que vieron en la primera pieza – argumentó el marido – No vieron la maravilla que había detrás. Solo vieron esas figuras que despertaban miedo, y esas velas que se encendían frente a un altar donde sobresalía la figura del diablo.
– No podemos contárselo a nadie – remató doña Eufemia – Lo que hemos descubierto solo lo disfrutaremos nosotros dos.
